Me encontraba sentada en aquel viejo banco, lleno de graffitis y pintadas. Vi a aquella anciana de pelo blanco, con su bata de flores arrugada llevando consigo un carro del súper de la esquina (en el que trabaja Marisol, una dependienta joven y fea) totalmente lleno que chismes y trastos. Se corría el rumor por el barrio de que padecía el síndrome de Diógenes.
Abrí mi libro, y me dispuse a leer, en el mismo banco en el que de costumbre todos los sábados leía. Estaba por el capitulo 5, exactamente la página 347, cuando un bocinazo seguido de gritos de admiración me hicieron levantar los ojos de el libro. Incliné mi cabeza y vi a la anciana hedionda, tirada en el suelo, y con un corrillo de mirones alrededor: un camión había atropellado a aquella anciana.
A los 10 minutos una ambulancia llegó; toda aquella multitud de gente miraba atónita a aquella señora, yo me mantenía al margen, cuando a mi espalda vi a unos tipos no muy altos, y tapados con un paño atado al cuello, cubriendo sus bocas, que estaban entrando en la pequeña sucursal del banco de mi barrio y cogiendo todo el dinero posible antes de que aquellos curiosos se percataran. Rápidamente intente avisar a un policía, pero me di cuenta que no me veían, ¡nadie lo hacía! Gritaba pero nadie giraba a verme, saltaba y es que ni se inmutaban… ¿Me estaría volviendo loca?, fui a mi casa corriendo, tan agobiada que apenas me fije en los semáforos, llegué y me observé en el espejo.
Como había leído en algunos libros, los muertos no se ven en el espejo, como a mí me estaba ocurriendo; de repente, me toque el pelo y un par de cabellos cayeron sobre mi mano, eran canosos, llevaba aquella bata, de la vieja; entonces, caí, yo era aquella vieja hedionda que había visto como moría.
Yo acababa de presenciar mi muerte.
Claudia Santamaría 2 ESO
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