El mundo de la luna
Me imaginaba lo que habría allí abajo. Un mundo totalmente nuevo. La vida en un mundo más allá que el nuestro. ¿Cómo viviría yo en ese mundo?
Ya no me iba a poder dormir. Estaría pensando en ese mundo durante toda la noche. Sigilosamente, encendí la luz de la mesilla de noche y saqué mi cuaderno de dibujos de debajo de mi cama, procurando no levantar a mi prima, Aroa. Solo le quedaban unas páginas más a mi cuaderno. Desde que había empezado a querer ir a investigar el mundo tan extraño que había bajo nosotros, me había dicho papá que dibujase todas las imágenes que me entraban a la cabeza sobre el otro mundo. Hojeé las páginas. En ellas había dibujos en blanco y negro. Aunque todavía no había visto con mis ojos el mundo extraño, lo había visto mentalmente.
–Es un poder – decía mi padre.
– No sabía que podías dibujar tan bien, Elena – dijo Aroa.
– Deja eso – la respondí, bastante enfadada al ver que me había despertado y que encima había estado cotilleando mis dibujos.
– Perdón, no quería ofenderte.
Metí los dibujos en mi mochila, me vestí y bajé a desayunar.
– Buenos días – me dijo Rosalía, mi tía – ¿qué quieres para desayunar, Elena?
No tenía ganas de hablar con nadie, y se me había quitado el hambre de desayunar. Salí de la casa con mi mochila.
Vivíamos las tres, Aroa, Rosalía y yo, en una casita al borde del mundo. La casita estaba a las afueras de un pueblecillo llamado Las Aguas. En el pueblo no vivía casi nadie, había muy pocas tiendas y no había nada que hacer para los niños. Mis padres me habían “abandonado” en la casa de mi tía antes de desaparecer. No me gusta usar la palabra “abandonado”. Yo pienso que me dejaron en la casa de mi tía, para que ella me pudiese cuidar mientras que ellos se iban a investigar sobre el mundo bajo el nuestro, pero nadie sabe adónde se fueron mis padres.
El borde del mundo era mi lugar favorito del pueblo. Era el único sitio donde todavía existía la naturaleza. Hierba verde, que por las mañanas de días de primavera como hoy, estaría mojada de gotitas de rocío. Puse mis pies en el borde del mundo, de manera que pudiera mirar hacia lo que ya no era el mundo nuestro. Se sabía que había otro mundo allí abajo, porque por las noches, se veían lucecitas a la distancia. Era muy bonito.
En ese mismo momento, sentí el impulso de tirarme del borde. Me puse la mochila, me coloque en el borde y…
– ¡Elena! ¿Qué haces? ¿Estás loca? ¡Ven aquí ahora mismo!
Mire hacia atrás. Era Rosalía que había salido de la casa a tender la ropa. Aroa había abierto la ventana y estaba contemplándome con su carita pálida.
No le hice caso a Rosalía y salté. Se me puso la piel de gallina. Cerré los ojos para no pasar tanto miedo. Pensé en el mundo que me esperaba al llegar al suelo. Y entonces recordé lo que me había dicho mi profesor del colegio de Las Aguas:
– No es el tropezar que te hace daño, sino que es el caer al suelo.
Abrí los ojos, y… “¡Bumba!”. Había llegado al otro mundo. Miré hacia arriba, estaba tan lejos que ni siquiera se veía Las Aguas.
– Bienvenido a el Mundo de la Luna, o como vosotros lo llamáis, “el otro mundo” – dijo una vocecita.
Mire a mis alrededores buscando de quién había venido ese sonido.
– ¡Eh! Tú, niña. ¡Estoy aquí!
Me había hablado un caracol. Nunca había visto a un caracol hablar. Qué cosa más rara.
– ¿Cómo te llamas? – dijo el caracol.
– Me llamo Elena.
– ¿Y tu apellido?
– García.
Mientras que iba respondiendo sus preguntas, él escribía sus respuestas en un cuaderno. No era como mi cuaderno de dibujos. Este estaba medio lleno.
– Y, ¿qué haces aquí?
– No se…
– ¿No me digas que también quieres explorar el Mundo de la Luna?
– No. Vengo a buscar a mis padres.
– Pues bueno. La mejor razón que he oído en todo el día – el caracol empezó a sonreír – bienvenida al Mundo de la Luna.
Me di la vuelta. Estaba en el medio de un bosque. Entre los árboles había un camino. Lo seguí.
Al cabo de unas horas de no hacer nada más que andar, llegué a un pueblecillo. Había un cartel en el que ponía: Bienvenido al pueblo de los Castaños.
– Espero que mis padres vivan en este pueblo –pensé para mí misma.
Seguí andando hasta que llegué a un mercadillo lleno de gente comprando y vendiendo objetos de segunda mano y comida fresca. Había una chica joven vendiendo frutas. Llevaba un vestido azul oscuro con florecitas blancas. Tenía el pelo rubio y los ojos marrones. Parecía estar aburrida y estaba leyendo un libro muy grande. Me acerqué a su puesto, y la pregunté:
– Perdone, estoy buscando a mis padres.
– ¿Cómo se llaman? – preguntó la chica.
– Mi madre se llama Anita García y mi padre se llama José García.
Al oír los nombres de mis padres, la chica levantó la mirada de su libro y sonrió.
– ¡Es verdad! Te pareces mucho a tu madre.
– ¿La conoces?
La chica me señaló un piso que se situaba encima de una cafetería.
– Viven allí – me dijo.
– Muchas gracias.
Empecé a andar hacia el piso. Al llegar llamé a la puerta. Desde el interior se encendió una luz. Se oían unos pasos bajando las escaleras. Los pasos se acercaron a la puerta.
En este momento me sentía muy excitada y muy nerviosa. La puerta se abrió. Y detrás de ella había un señor alto, con pelo negro y los ojos azules. Llevaba puesto unos vaqueros, una camiseta de manga corta verde y un par de zapatillas. Encima de su ropa llevaba un delantal de cocinar. Me quedé contemplándole unos segundos, hasta que me di cuenta de que se parecía un montón a mi padre.
– ¡Elena! ¿Qué haces tú aquí? ¿Cómo has llegado aquí?
No era un señor extraño que solo se parecía a mi padre, sino que era mi padre.
– ¡Papá!
Me eché a sus brazos. Nos quedamos abrazándonos por unos minutos hasta que me dejó entrar al piso. El interior del piso estaba decorado muy modernamente. El primer cuarto al que entrabas era la cocina y el salón. Tenían un sofá blanco y una televisión muy grande. Las paredes estaban pintadas de color beige, pero en una de las paredes habían pintado un retrato en blanco y negro de mi padre, de una señora de pelo oscuro y liso y de un bebé de pelo rizado y rubio. Me di cuenta de que la señora era mi madre y de que yo era ese bebé de pelo rizado y rubio.
– ¿Quién llamó a la puerta, cariño? – dijo una voz de señora.
– Era Elena – respondió mi padre.
Me di la vuelta y la señora se puso a llorar y me abrazó. No nos habíamos visto en once años. Era mi madre.
Al día siguiente les enseñé a mis padres mis dibujos. Les gustaron mucho. Se disculparon por haberme dejado en casa de Rosalía y que lo tuvieron que hacer porque habían decidido que querían encontrar más información sobre el Mundo de la Luna. Luego me explicaron que no pudieron volver a Las Aguas por que el rey del Mundo de la Luna les había condenado a no poder volver a su mundo porque no le había gustado que mis padres entrasen en el Mundo de la Luna.
Desde ese día, estoy viviendo en el piso de mis padres en el Mundo de la Luna, pero todas las vacaciones de verano me voy a pasar unos meses en Las Aguas con Aroa y con Rosalía. No podía olvidarme de ellas, Rosalía me había criado y yo le quería a Aroa como si fuese mi propia hermana. A mis padres les gustaría volver a Las Aguas, pero nunca podrán volver. Algún día tendré que crear un plan para que mis padres puedan escapar del Mundo de la Luna y volver a Las Aguas, pero hoy no.
Amber K. Holbrook Zulueta (2º ESO)
Me imaginaba lo que habría allí abajo. Un mundo totalmente nuevo. La vida en un mundo más allá que el nuestro. ¿Cómo viviría yo en ese mundo?
Ya no me iba a poder dormir. Estaría pensando en ese mundo durante toda la noche. Sigilosamente, encendí la luz de la mesilla de noche y saqué mi cuaderno de dibujos de debajo de mi cama, procurando no levantar a mi prima, Aroa. Solo le quedaban unas páginas más a mi cuaderno. Desde que había empezado a querer ir a investigar el mundo tan extraño que había bajo nosotros, me había dicho papá que dibujase todas las imágenes que me entraban a la cabeza sobre el otro mundo. Hojeé las páginas. En ellas había dibujos en blanco y negro. Aunque todavía no había visto con mis ojos el mundo extraño, lo había visto mentalmente.
–Es un poder – decía mi padre.
– No sabía que podías dibujar tan bien, Elena – dijo Aroa.
– Deja eso – la respondí, bastante enfadada al ver que me había despertado y que encima había estado cotilleando mis dibujos.
– Perdón, no quería ofenderte.
Metí los dibujos en mi mochila, me vestí y bajé a desayunar.
– Buenos días – me dijo Rosalía, mi tía – ¿qué quieres para desayunar, Elena?
No tenía ganas de hablar con nadie, y se me había quitado el hambre de desayunar. Salí de la casa con mi mochila.
Vivíamos las tres, Aroa, Rosalía y yo, en una casita al borde del mundo. La casita estaba a las afueras de un pueblecillo llamado Las Aguas. En el pueblo no vivía casi nadie, había muy pocas tiendas y no había nada que hacer para los niños. Mis padres me habían “abandonado” en la casa de mi tía antes de desaparecer. No me gusta usar la palabra “abandonado”. Yo pienso que me dejaron en la casa de mi tía, para que ella me pudiese cuidar mientras que ellos se iban a investigar sobre el mundo bajo el nuestro, pero nadie sabe adónde se fueron mis padres.
El borde del mundo era mi lugar favorito del pueblo. Era el único sitio donde todavía existía la naturaleza. Hierba verde, que por las mañanas de días de primavera como hoy, estaría mojada de gotitas de rocío. Puse mis pies en el borde del mundo, de manera que pudiera mirar hacia lo que ya no era el mundo nuestro. Se sabía que había otro mundo allí abajo, porque por las noches, se veían lucecitas a la distancia. Era muy bonito.
En ese mismo momento, sentí el impulso de tirarme del borde. Me puse la mochila, me coloque en el borde y…
– ¡Elena! ¿Qué haces? ¿Estás loca? ¡Ven aquí ahora mismo!
Mire hacia atrás. Era Rosalía que había salido de la casa a tender la ropa. Aroa había abierto la ventana y estaba contemplándome con su carita pálida.
No le hice caso a Rosalía y salté. Se me puso la piel de gallina. Cerré los ojos para no pasar tanto miedo. Pensé en el mundo que me esperaba al llegar al suelo. Y entonces recordé lo que me había dicho mi profesor del colegio de Las Aguas:
– No es el tropezar que te hace daño, sino que es el caer al suelo.
Abrí los ojos, y… “¡Bumba!”. Había llegado al otro mundo. Miré hacia arriba, estaba tan lejos que ni siquiera se veía Las Aguas.
– Bienvenido a el Mundo de la Luna, o como vosotros lo llamáis, “el otro mundo” – dijo una vocecita.
Mire a mis alrededores buscando de quién había venido ese sonido.
– ¡Eh! Tú, niña. ¡Estoy aquí!
Me había hablado un caracol. Nunca había visto a un caracol hablar. Qué cosa más rara.
– ¿Cómo te llamas? – dijo el caracol.
– Me llamo Elena.
– ¿Y tu apellido?
– García.
Mientras que iba respondiendo sus preguntas, él escribía sus respuestas en un cuaderno. No era como mi cuaderno de dibujos. Este estaba medio lleno.
– Y, ¿qué haces aquí?
– No se…
– ¿No me digas que también quieres explorar el Mundo de la Luna?
– No. Vengo a buscar a mis padres.
– Pues bueno. La mejor razón que he oído en todo el día – el caracol empezó a sonreír – bienvenida al Mundo de la Luna.
Me di la vuelta. Estaba en el medio de un bosque. Entre los árboles había un camino. Lo seguí.
Al cabo de unas horas de no hacer nada más que andar, llegué a un pueblecillo. Había un cartel en el que ponía: Bienvenido al pueblo de los Castaños.
– Espero que mis padres vivan en este pueblo –pensé para mí misma.
Seguí andando hasta que llegué a un mercadillo lleno de gente comprando y vendiendo objetos de segunda mano y comida fresca. Había una chica joven vendiendo frutas. Llevaba un vestido azul oscuro con florecitas blancas. Tenía el pelo rubio y los ojos marrones. Parecía estar aburrida y estaba leyendo un libro muy grande. Me acerqué a su puesto, y la pregunté:
– Perdone, estoy buscando a mis padres.
– ¿Cómo se llaman? – preguntó la chica.
– Mi madre se llama Anita García y mi padre se llama José García.
Al oír los nombres de mis padres, la chica levantó la mirada de su libro y sonrió.
– ¡Es verdad! Te pareces mucho a tu madre.
– ¿La conoces?
La chica me señaló un piso que se situaba encima de una cafetería.
– Viven allí – me dijo.
– Muchas gracias.
Empecé a andar hacia el piso. Al llegar llamé a la puerta. Desde el interior se encendió una luz. Se oían unos pasos bajando las escaleras. Los pasos se acercaron a la puerta.
En este momento me sentía muy excitada y muy nerviosa. La puerta se abrió. Y detrás de ella había un señor alto, con pelo negro y los ojos azules. Llevaba puesto unos vaqueros, una camiseta de manga corta verde y un par de zapatillas. Encima de su ropa llevaba un delantal de cocinar. Me quedé contemplándole unos segundos, hasta que me di cuenta de que se parecía un montón a mi padre.
– ¡Elena! ¿Qué haces tú aquí? ¿Cómo has llegado aquí?
No era un señor extraño que solo se parecía a mi padre, sino que era mi padre.
– ¡Papá!
Me eché a sus brazos. Nos quedamos abrazándonos por unos minutos hasta que me dejó entrar al piso. El interior del piso estaba decorado muy modernamente. El primer cuarto al que entrabas era la cocina y el salón. Tenían un sofá blanco y una televisión muy grande. Las paredes estaban pintadas de color beige, pero en una de las paredes habían pintado un retrato en blanco y negro de mi padre, de una señora de pelo oscuro y liso y de un bebé de pelo rizado y rubio. Me di cuenta de que la señora era mi madre y de que yo era ese bebé de pelo rizado y rubio.
– ¿Quién llamó a la puerta, cariño? – dijo una voz de señora.
– Era Elena – respondió mi padre.
Me di la vuelta y la señora se puso a llorar y me abrazó. No nos habíamos visto en once años. Era mi madre.
Al día siguiente les enseñé a mis padres mis dibujos. Les gustaron mucho. Se disculparon por haberme dejado en casa de Rosalía y que lo tuvieron que hacer porque habían decidido que querían encontrar más información sobre el Mundo de la Luna. Luego me explicaron que no pudieron volver a Las Aguas por que el rey del Mundo de la Luna les había condenado a no poder volver a su mundo porque no le había gustado que mis padres entrasen en el Mundo de la Luna.
Desde ese día, estoy viviendo en el piso de mis padres en el Mundo de la Luna, pero todas las vacaciones de verano me voy a pasar unos meses en Las Aguas con Aroa y con Rosalía. No podía olvidarme de ellas, Rosalía me había criado y yo le quería a Aroa como si fuese mi propia hermana. A mis padres les gustaría volver a Las Aguas, pero nunca podrán volver. Algún día tendré que crear un plan para que mis padres puedan escapar del Mundo de la Luna y volver a Las Aguas, pero hoy no.
Amber K. Holbrook Zulueta (2º ESO)
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